Decía Jonas Mekas que él no rodaba películas, que él filmaba lo que veía alrededor. El cineasta lituano no tenía problema en reconocer que no sabía hacer cine, que solo sabía filmar, limitarse a filmar escenas de su vida diaria, ninguno de esos «sucesos importantes» de los que se componen la mayoría de las películas. En esa visión de lo que él decía que no era cine había una visión de la vida, que es lo que de verdad importa del cine.
Tras ver Alcarràs, la nueva película de la cineasta Carla Simón (recomiendo encarecidamente Estiu 1993 y Correspondencia), por la que ganó el Oso de Oro en la pasada Berlinale, convirtiéndose así en la primera directora española en ganar el premio después de casi cuarenta años (el primero y único fue Mario Camus por La Colmena, en 1983), y que se estrena hoy en las salas españolas, recordé las reflexiones de Mekas. No solamente hice esa asociación por sus estilos e imaginarios similares, por sus formas de hacer un cine apegado a lo real y cotidiano, sino por la existencia de esa mirada. En el cine de Carla Simón también hay una visión de la vida. La cineasta catalana sabe reconocer sus cosas importantes y eso está muy presente en su manera de ver y hacer sus películas.
Alcarràs tiene un buen punto de partida, la directora sabe lo que quiere contar y cómo quiere hacerlo. Sin rodeos, desde las primeras secuencias, Simón plantea el conflicto central de la película: en Alcarràs, un pequeño pueblo de la Lleida rural, la familia Solé pronto deberá abandonar las tierras en las que, a lo largo de más de ochenta años, varias de sus generaciones han trabajado en el cultivo de melocotones. El abuelo de la familia lo asume en silencio y el resto trata de salir adelante, de seguir con sus vidas como pueden. Es verano y toda la familia se vuelca en la que será su última cosecha. Al tiempo, se reúnen para comer, ríen, discuten, siguen con sus costumbres, algunos bailan y salen de fiesta; otros, los niños, continúan con sus juegos; los mayores tienen sus achaques, unos por la edad y otros por el trabajo. La vida, con sus cosas gratas y duras, sus alegrías y sinsabores.
Alcarràs habla de las relaciones contradictorias entre lo íntimo y lo colectivo, lo interior y lo exterior, de la pérdida, del miedo a lo desconocido, a que el mundo en el que uno ha vivido desaparezca
A partir de esa claridad en la historia que se quiere contar, la cineasta refleja sus verdades con sutileza y contención, a base de minuciosidad en el detalle. Alcarràs habla de las raíces, del peso de la herencia, del significado de la familia, la identidad y la memoria, de la infancia, de sus misterios y paradojas, de la realidad del trabajo en el campo y del precio de ese trabajo, de las relaciones contradictorias entre lo íntimo y lo colectivo, lo interior y lo exterior, de la pérdida, del miedo a lo desconocido, a que el mundo en el que uno ha vivido desaparezca. Pero lo hace desde el silencio, desde lo implícito, a través de la exploración, de una búsqueda a través de las imágenes, sin respuestas cerradas.
En el cine de Carla Simón, a menudo es más importante lo que no se dice que lo que se dice, lo que se narra de forma velada, las expresiones, los gestos, las miradas, los silencios, los matices. En la mirada abstraída del abuelo de Alcarràs está contenida toda su verdad, toda esa verdad de la película, ese miedo a perder lo que uno ama. Los personajes hablan poco, o hablan como lo haríamos en la vida real, a veces poco y otras mucho, a veces de nada y otras de todo y nada. También hablan como lo harían en su contexto, en el entorno que se narra. Simón no cae en la simplicidad de lo políticamente correcto, refleja las cosas tal y como son, y si lo que se dice y sucede en la realidad y en ese mundo de la película es racista, clasista o machista eso también está en ella, aunque no quede bonito, porque así es la vida, y su cine un reflejo de ella.
Alcarràs es una película valiente. Está llena de decisiones arriesgadas, de ahí procede su sinceridad. Hay que tener mucho valor para hacer una película como la que ha hecho Carla Simón; difícil, donde la acción no lo es todo, sobre un mundo a punto de desaparecer, una historia familiar, con un argumento sobre el cultivo de melocotones en un pueblo perdido de la Cataluña rural, con actores no profesionales, completamente desconocidos, con niños (un rodaje es mucho más complicado e imprevisible con ellos), rodada íntegramente en catalán, y, además, con una pandemia de por medio. Es cierto que si la ha hecho es porque también ha tenido esa posibilidad (es decir, que ha contado con los apoyos suficientes, el dinero), pero eso no le quita mérito. Hay que tener empeño para sacar adelante una producción así, tan singular y arrojada, manteniendo todas esas decisiones, al menos en este país, donde hacer este tipo de cine es jugársela, casi siempre tan precario. Para convencer de que se puede contar lo universal a través de lo local, de algo tan íntimo y cercano. Quizá todo parta de esa decisión y esa confianza en las historias que se quieren contar.
Decía Jonás Trueba que el cine es un perfecto ejercicio de melancolía, retener imágenes que borra el tiempo para poder regresar a ellas. A través de la reconstrucción subjetiva de fragmentos de vida, de la transformación de la propia realidad y los recuerdos, de la verdad de una, Carla Simón crea un lúcido espacio de la memoria sentimental, ese refugio contra el paso del tiempo y el olvido que a veces es el cine. Ante todo, Alcarràs es una película bellísima. Una película brillante, transparente, narrada con sencillez y delicadeza, con ligereza y a la vez profundidad, tan hermosa como triste. Una película que emociona, que, al final, también es de lo que de verdad va el cine.